La leyenda de la Llorona se alza como un espectro ineludible en las oscuras narrativas que llenan de misterio las noches de las comunidades campesinas. En Nicaragua, sus lamentos se entrelazan con el coro nocturno de animales y el murmullo monótono de aguas, generando un concierto lúgubre que ha perturbado el sueño de generaciones en los enigmáticos rincones de América Latina.
En el barrio de El Calvario de León, la leyenda de la Llorona era conocida por deambular cerca del río, detrás del Zanjón. Las lavanderas locales compartían la creencia de que, al caer la noche, debían recoger a toda prisa la ropa aún húmeda, o la Llorona la arrojaría al río. La leyenda de la Llorona sostenía que era el espíritu atormentado de una mujer que había lanzado a su hijo al agua.
Doña Jesusita, anciana residente en la isla de Ometepe, se convirtió en narradora de las raíces trágicas del lamento de la madre en pena. En tiempos antiguos, una mujer indígena tenía una hija de 13 años que ayudaba en las tareas del hogar. La madre repetía incansablemente la advertencia de no mezclar la sangre de los esclavos con la de los verdugos, término utilizado para referirse a los blancos.
Un día, la hija se cruzó con un blanco que la sedujo y abusó de ella. La joven, en secreto, se entregó a él. Cuando el blanco partió hacia su tierra, la muchacha, embarazada, lloraba inconsolablemente, suplicando que se la llevara. Al dar a luz, en lugar de aceptar al niño, lo lanzó al río, escuchando su llanto: «¡Ay madre!… ¡ay madre!… ¡ay madre!…».
Afligida, la muchacha enloqueció y falleció. Su espíritu quedó errante, y en las noches en que se escuchan sus lamentos, los lugareños afirman que es la Llorona. La historia de la mujer trastornada se amalgama con las leyendas de la Llorona locales, y las madres, para calmar a los niños que lloran, les advierten: «Ahí viene la Llorona«. Desde entonces, se cree que el espíritu de la madre en pena aún vaga, llorando por su hijo perdido, mientras el río lleva el eco de su tragedia.